Bibliografía
Domingo de Verano
Despertó, empapado en sudor, hacía mucho, mucho calor. Es verano, se dijo a sí mismo. Miró el calendario con la última equis encima de la palabra domingo, y un golpe de mar se agolpó en su mente. Lo había olvidado, hoy era un día de playa. Llamó a su mujer: ¡Ana!, ¡Conchi!, no, no, Montse, eso era. Le pareció extraño que no le contestara. ¡Joder con su mujer!, siempre dando la contra, bueno, daba igual, él era el que mandaba y punto, irían a la ribera como todos los domingos de verano, faltaba más... Tomó la ropa colgada en la percha, se vistió muy concentrado para no equivocarse de mangas con las camisas o de boca en el pantalón, como ayer, como anteayer, como tantos días. Tenía hambre, se sentó a la mesa y no le sorprendió ver servido ya, el café y el bocadillo de salchichón y queso que tanto le gustaban. Hoy había una nota: tío no te olvides de tomar tu Bondenza, y tu pastilla para la presión, regreso en la tarde, hoy me tocó trabajar en Mercadona, besos, tu sobrina Nuria. ¿Nuria?, bonito nombre, ah sí, era su sobrina preferida, pero si apenas era una zagala ¿cómo era eso de trabajar?, si para eso estaba él con su puesto en la unidad de maniobras de la refinería. La cría debería seguir estudiando con sus amigas del instituto… Ya estaba bueno de liarse con tantas cosas, que se mezclaban y confundían su pensar. Él era un hombre de acción, se adelantaría a todos y los esperaría allá comiendo un buen helado en la Jijonenca, y hasta de repente dándose un par de vueltas con alguna bicicleta prestada. Ingirió sus pastillas, tomó el desayuno con gusto y sin prisa y salió caminando por la arboleda de la avenida América. Su andar era torpe y pesado, un viento fuerte sacudía su abundante y desordenado cabello que caía como un látigo ligero sobre su rostro arrugado y marchito. En Bastarreche dudó un poco, sobre si finalmente era una buena idea salir con este vendaval, pero decidió seguir rumbo a la estación, que vio más grande que otras veces, Cartagena había cambiado tanto. Se dirigió a la boletería y se rio un poco al ver un pequeño gentío con tantos bultos y maletas grandes para un solo día de playa. Hizo su fila tranquilo y faltando muy poco para la recepción, reparó con zozobra que el nombre de la playa había desaparecido de su mente.
—A Valencia —escuchó decir al tipo de adelante.
Y cuando le tocó su turno, se apropió de las palabras y hasta un poco del mismo tono, y consiguió el boleto, Se subió al vagón, coche cinco, asiento 4 A, le dijeron y se sentó, mejor dicho, lo guiaron hasta el mismo asiento, dejándolo bien instalado. No le gustó su ubicación, estaba en contra del sentido del tren. Un rudo bullicio se instaló en su mente confundiéndose con el pitar repetido del tren anunciando su partida, no lo sabía, pero la intuición le decía que era algo malo, se aferró tembloroso y como pudo a ambos soportes del asiento y entonces pasó: del último bastión de su memoria, acoplándose en cada minuto con el avance del tren, vio el desfile de fuga de sus palabras, de sus familiares, de las acciones más simples, de los sentimientos buenos y malos, de los viejos amores, de las coplas que escribió, de las remembranzas acumuladas a lo largo de su vida, que lo dejaban para siempre. Intentó detener la sangría incesante, asir los recuerdos con sus manos arrugadas y débiles, pero el tren, con su paso monocorde e indolente, siguió comiendo sus reminiscencias y llenando su mente de olvidos. Luchó una y otra vez hasta que un desagradable sopor se apoderó de él y lo sumió en un sueño profundo.
Lentamente, abrió los ojos, para encontrarse fuera de casa, en un lugar con muchas ventanas, que no conocía, lleno de hambre y de sed. La buscó rápidamente con una mirada frágil e inquieta, pero no la encontró y entonces, con lágrimas de desamparo, soltó una pregunta como un grito, que resonó como un último eco del pasado: ¿Dónde está mi mamá?